sábado, 16 de febrero de 2008

ESTATUS.


Una de la cosas buenas de haber trabajado en publicidad es que acabas conociendo las auténticas motivaciones de las personas. Motivaciones para comprar, por supuesto, pero no olvidemos que, en nuestra sociedad, lo que compramos nos define. O, mejor dicho, nos definimos inconsciente a través de lo que compramos. Ese acto de definición, conviene recordarlo, no se refiere sólo a lo que realmente somos, sino también a lo que nos gustaría ser. Es decir, se trata de un acto con un fuerte contenido aspiracional. Cuando adquirimos cierta clase de productos estamos comprando al mismo tiempo un sueño.Evidentemente, no todos los productos tienen la misma carga aspiracional. No es igual comprar un detergente (casi cero en la escala de la aspiracionalidad) que comprar un coche (en el tope máximo de dicha escala). Las motivaciones, sencillamente, son distintas.
Pero vamos a detenernos un momento en el tema de los coches. Supongamos, por ejemplo, que un tal Pepe (cerca de los cuarenta años, urbano, padre de familia de clase media) va a cambiar de coche, y analicemos el proceso mental de esta compra.
1. ¿Qué coche comprará Pepe (y el 95 % de los ciudadanos)? Respuesta: El más caro que pueda comprar. Luego volveremos sobre esto.
2. Hay un coche que, en principio, le gusta a Pepe, pero, claro, adquirir un vehículo no es lo mismo que comprar una Coca Cola; un coche es muy costoso y hay que meditar detenidamente las alternativas para realizar la mejor adquisición posible, así que Pepe se lee los folletos de todos los vehículos de la categoría, compra revistas de automovilismo, estudia análisis comparativos... y finalmente se compra el coche que le gustaba desde el principio. Porque Pepe ya había tomado la decisión antes incluso de plantearse cambiar de coche, una decisión irracional basada, por lo general, en factores emocionales. Lo que hace Pepe después no es más que intentar racionalizar lo irracional, buscando argumentos objetivos que justifiquen su primera decisión de compra.
3. ¿Por qué le gusta a Pepe el coche que le gusta? Por mil razones, claro; la publicidad, la imagen de marca, la estética, el hecho de que alguien a quien Pepe admira o envidia tenga uno igual... incluso puede ser que el coche en cuestión no le guste particularmente, porque lo que busca en él es algo distinto a un vehículo motorizado. Es decir, en cualquier caso, le guste o no, Pepe quiere más que un coche, quiere redefinirse, quiere cumplir una aspiración, quiere conseguir algo que está relacionado con el punto 1.4. Una vez comprado el coche, y con total independencia del resultado que de, Pepe lo defenderá a muerte. Porque Pepe ha transferido parte de su identidad al vehículo (y también, claro, porque uno se siente gilipollas reconociendo que se ha gastado una pasta gansa en un puñetero de coche).
Bueno, pues éste es el proceso normal que se sigue al adquirir un coche. Por supuesto, no todo el mundo compra así, pero la inmensa mayor parte de la gente sí. Ahora vamos a prestar atención al primer punto de la lista. “A la hora de adquirir el que va a ser el coche principal, la mayor parte de la gente elegirá el más caro que pueda comprar, incluso más caro de lo que realmente puede comprar”. Se trata de un hecho estadístico; la pregunta es, ¿por qué? Si nos paramos a pensarlo, no tiene nada de lógico. Un coche caro es un coche más potente y más grande, apropiado por tanto para conducir en carretera. Sin embargo, la inmensa mayor parte de los desplazamientos que realiza nuestro hipotético Pepe son urbanos, así que lo lógico sería adquirir un coche más pequeño, menos potente (menor consumo) y más barato. Pero no, Pepe quiere el más caro. ¿Cuál es la razón?Hay dos. En primer lugar, cuando Pepe piensa en su futuro coche no piensa en las dos horas de atasco que se chupa cada día para ir al trabajo. Piensa en las vacaciones. Por eso tantos anuncios de coches están rodados junto al mar (mar = vacaciones). El coche es para Pepe una sublimación de su deseo de libertad.
En fin, una forma como otra cualquiera de autoengaño.
La segunda razón, y el meollo de este escrito, es que Pepe, además de un coche, está adquiriendo un signo de estatus.
Estatus. m. Posición que una persona ocupa en la sociedad o dentro de un grupo social.
Con frecuencia nos olvidamos, no sé por qué, de que somos animales. Pretendemos contemplarlo todo desde la atalaya de nuestro sofisticado neocórtex, pero lo cierto es que por debajo late la bestia. Somos mamíferos gregarios que nos relacionamos con nuestros semejantes siguiendo las pautas de comportamiento propias de nuestra especie, que no son muy diferentes a las de otras especies. Nos parecemos, por ejemplo, a los lobos en el sentido de que organizamos jerárquicamente nuestra estructura social.
En una jauría hay un lobo alfa (el jefe), un lobo beta, y así hasta llegar al lobo omega, que es el último mono del grupo. El ascenso en la escala jerárquica lobuna se realiza mediante enfrentamientos entre los machos. Un buen día, el lobo beta se pone chulo y reta al lobo alfa; se enfrentan y el que gana se queda con el puesto. Ahora bien, esos enfrentamientos tienen más de ritual que de auténtica lucha a muerte. De hecho, salvo accidentes, nadie suele salir malherido de ellos. Los dos lobos se sitúan frente a frente, esponjan el pelo para parecer más grandes, fruncen los belfos enseñando los dientes, gruñen y lanzan dentelladas al aire.
En el fondo es una pantomima, no quieren pelearse. Pero sí mostrar su poder y agresividad. El lobo beta mira a su rival y piensa: “Jooder, me había olvidado del pedazo de dentadura que tiene Alfa”. Entretanto, Alfa se dice: “Me cago en..., cómo le han crecido los colmillos al hijoputa de Beta”.Y siguen gruñendo, mordiendo el aire y dando brincos hasta que, tras un par de rápidas escaramuzas, uno de los dos se tumba en el suelo y ofrece la yugular al vencedor, quien, lejos de triturarle el cuello, se limita a orinar sobre él y a otra cosa.
En realidad, más que una lucha lo que ambos lobos protagonizan es una “exhibición de estatus”. Para los lobos, el estatus se define por la masa corporal, la agresividad y el tamaño de los dientes. No obstante, entre lobos no hace falta usar todo eso; basta con mostrarlo. Ahora bien, ¿por qué es tan importante el estatus (la posición en el grupo) para los lobos? Por la sencilla razón de que el estatus favorece la supervivencia, tanto personal como biológica, pues cuanto más estatus acumule un lobo más posibilidades tiene de comer y follar mejor. Follar, duplicar nuestros genes, ésa es la clave de la vida. Luego, nosotros lo complicamos mucho todo, pero la cosa empieza y acaba ahí.
Cuando Darwin hablaba de la “supervivencia del más apto”, ¿a qué se refería con lo de “más apto”? Pues no al más fuerte, ni el más rápido, ni el más listo, sino al individuo que, de la forma que sea, llega a echar un casquete y se reproduce. Eso es todo. Nuestra aptitud biológica se establece follando, de modo que no es raro que nos obsesione tanto el sexo. Como a los pavos reales. Porque el hermoso y desmedido plumaje de los pavos reales machos no es más que un signo de estatus destinado a conseguir hembras. Pero esa descomunal cola también es una especie de banderola que puede atraer a cualquier depredador que ande por los alrededores, así que el pavo real se juega literalmente el cuello con tal de conseguir el estatus necesario para echar un polvete.
En cuanto a los seres humanos, tenemos diversas formas de obtener estatus, y muchas de ellas han ido variando con el tiempo, pero hay una, la básica, que permanece inmutable a lo largo de los milenios: los humanos adquirimos estatus acumulando y exhibiendo posesiones. Por ejemplo, Pepe compra un coche demasiado caro porque eso le otorgará unos puntos más de estatus. Los vecinos y los compañeros de trabajo dirán: “Eh, mira el nuevo coche de Pepe; deben de irle bien las cosas”. Pepe no es mejor ni peor que antes, pero tiene un poco más de estatus. Su nuevo coche no es sólo un vehículo, sino también unos dientes de lobo y una cola de pavo real.
Hace años, a mediados de los 90, conocí a un empleado bancario al que llamaremos Luis. La productora de publicidad donde yo trabajaba por aquel entonces tenía una cuenta abierta en su banco, de modo que Luis solía pasarse por la oficina con frecuencia. Que quede claro que no estoy hablando de un alto cargo, sino de un empleado medio, un joven de menos de 30 años con un sueldo del montón. Pues bien, un día el director de la productora, Pancho, se dio cuenta de que Luis llevaba en la muñeca un reloj Patek Philippe valorado en un millón y medio de pesetas. Vamos a ver; si no estás podrido de pasta, gastarte hoy en día kilo y medio en un reloj puede considerarse una cara excentricidad, pero a mediados de los 90 era sencillamente una barbaridad. Extrañado, Pancho se interesó por el reloj y descubrió que Luis había tenido que pedir un crédito para poder comprarlo.A nadie le gustan tanto los relojes como para endeudarse hasta las cachas con el único objeto de adquirir uno. No, ni mucho menos; Luis, probablemente inspirado por el engominado influjo de Mario Conde, héroe y modelo de la época, era un buitrecillo ansioso por escalar puestos, un trepa impaciente dispuesto a alcanzar el triunfo fuese como fuese. Pero Luis tenía escaso estatus, era poco más que un pringao, así que tuvo que buscarse el modo de adquirir un pelín de estatus extra. El Patek Philippe que se compró era su dentadura de lobo. Los clientes, al verle con ese pedazo de peluco, debían de pensar que se encontraban ante un alto ejecutivo de la entidad, y su colegas/competidores del banco le contemplarían con envidia y cierto complejo de inferioridad. Supongo que, además, ir por el mundo con medio kilo de oro y engranajes enlazado a la muñeca contribuía a mejorar su autoestima.
No cabe duda de que el caso de Luis es extremo, pero todo el mundo en mayor o menor medida intenta conseguir estatus. Por eso las marcas van ahora por fuera de la ropa, bien visibles. Por eso hay un culto al logotipo. Por eso las ventas de coches de lujo se han multiplicado. Por supuesto, la exhibición de posesiones no es el único medio de adquirir estatus (aunque sí el principal): cada entorno tiene sus propios baremos particulares, de modo que el estatus de, por ejemplo, un científico es diferente al estatus de un banquero o un obispo.
No obstante, si nos centramos en el entorno social más amplio, podemos afirmar que tiene más estatus un futbolista o un cantante que un científico o un catedrático. Porque los principales valores de nuestra sociedad, las medallas que todo el mundo quiere prenderse en la pechera, son el dinero y la fama. Por ese orden.Pero no basta con exhibir posesiones (la fama se exhibe sola); la actitud también es importante. Si actúas como si fueras el rey del mundo, seguro que muchos idiotas que te rodean acabarán creyendo que eres el rey del mundo.
Adquirir estatus significa ascender en una escala, lo cual implica que hay gente por encima de ti y gente por debajo. Así que tu actitud cuando te relacionas con los “superiores” será diferente a cuando te relaciones con los “inferiores”. Una especie de sistema de castas, vamos.
Vivo en Somosaguas, muy cerca de Pozuelo de Alarcón, una de las zonas con mayor renta per capita de España. Aquí el estatus no se exhibe, se respira. Si doy una vuelta por el pueblo, veré pasar un desfile de BMW’s, Mercedes y Audis, veré damas saturadas de rayos UVA y vestidas por Carolina Herrera, veré adolescentes pijos a bordo de una Yamaha o un quad, veré niquelados palos de golf y relucientes botas de montar... Estatus, estatus, estatus.
No voy a mentir: aquí la gente es, en general, amable y educada; pero no toda y no siempre. Con cierta frecuencia me encuentro con algún que otro rey (o reina) del mundo que cree que por ser él, o ella, quien es tiene derecho a todo. Puede colarse en una fila, puede aparcar donde le de la gana, puede no apartarse para dejarte pasar cuando te lo cruzas por una calle estrecha y, sobre todo, puede permitirse el lujo de ser despectivo/a.
El otro día, Tere, mi tia, me contó una anécdota que había presenciado en el Hipercor de Pozuelo. Una señora de mediana edad y clase supuestamente alta estaba comprando una blusa. Cuando acabó, la dependienta le dijo: “Usted y yo nos conocemos; vivimos en la misma urbanización”. La señora alzó una ceja y respondió: “Usted me conoce de venderme blusas. Punto”. ¡Oh, dios santo, que chutazo de estatus!Mucha de la gente que es amable y educada contigo, gente que te parece incluso encantadora, lo es porque tu nivel de estatus es similar al suyo. Ahora bien, puede que actúen de forma muy distinta cuando tratan con los “inferiores”.
Desde hace varios años, las asistentas que se han sucedido en el cuidado de mi casa son latinoamericanas. Con todas me he llevado muy bien y de todas he aprendido muchas cosas. Algún día os hablaré de ellas. El caso es que esas magníficas y valientes mujeres me han contado sus experiencias laborales anteriores, o las de amigas suyas, y a mí se me han puesto los pelos de punta. No voy a entrar en detalles, pero no os podéis ni imaginar hasta que punto la gente puede abusar de su estatus, hasta que punto pueden ser miserables los “triunfadores”. Es para vomitar, os lo juro.
Antes de acabar, que esto ya es muy largo, quiero advertiros que nadie, ni yo ni vosotros, es ajeno al estatus. Todos, de una manera u otra, queremos adquirirlo y lo reconocemos en los demás. Puede que nuestra escala de estatus sea diferente a la del vecino, que nuestros valores no coincidan con los de la mayoría, pero podéis estar seguros de que todos anhelamos un puesto social elevado, revista la forma que revista. Y esto no es malo ni bueno; sencillamente, forma parte de nuestra naturaleza. La cuestión reside en si ese estatus debe orientarse sólo hacia el bolsillo, o si debe pasar antes por el filtro de la conciencia.

1 comentario:

Unknown dijo...

El campesino camerunés, sucio pantalón corto, camiseta entreabierta y desgarrada, tomó la tierra del suelo, la olió y dejó que se escurriera entre sus dedos. Era marzo de 1963, en Bafang, Camerún. Yves Bannel que si algo ha hecho en su vida es recorrer mundo, quedó inpactado por esa imagen. Era el mismo gesto que su tío, sí su tío francés, el leñador al que acompañaba de pequeño desde las cinco de la mañana a la huerta. Ahí fue cuando Babbel tomó realmente conciencia de hasta que punto todos los hombres son iguales en todas partes, que lo único que cambia es la cultura: "Eso te ayuda a rechazar la idea del nacionalismo, del status superior. Nadie es superior a nadie, hau la misma proporción de inbéciles e inteligentes en todas partes, de sádicos y de bondadosos".
La forma de manifestarse el Status en el capitalismo es el más soez de todos.