Cuando la gente recuerda al pasado generalmente lo hace desde períodos oscuros y sombríos de la humanidad. Pero anteriormente a ésos períodos existieron períodos de grandeza, que a pesar de carecer de tecnología, lograron avances científicos sin precedentes. Los Griegos y los Romanos eran observadores de la naturaleza por excelencia. No solo plantearon la existencia del átomo miles de años antes que Rutherford y Dalton sino que también comprendieron la necesidad del oxígeno para la vida. La llama vital, como la llamaron. Observando la naturaleza veían que lo primero que ocurría en un cadáver es que éste dejaba de respirar y prontamente se enfriaba. Por ésta razón dedujeron que al morir la llama de la vida, la cual calentaba la sangre, se extinguía. Asombrosamente no estaban tan lejos de la realidad. La combustión, a manera de respiración celular, es decir, la descomposición de la glucosa en las células, es activada por el oxígeno. Mecanismo biológico que emana calor y que calienta el cuerpo.
Claudius Galeno, considerado el primer médico de la historia, dio el nombre de Neuma al espíritu vital del aíre. Esa porción del aíre que es el alimento de ésta llama de la vida. En su investigación sugería que la Neuma recorría los conductos respiratorios hasta los pulmones, y luego llegaba a los ventrículos del corazón. No solo eso, sino que también deduciría que la sangre era llevada a través de las venas* alimentando con Neuma a los órganos. Más de un milenio y varios siglos después fue Lavoisier, tras una magnífica investigación empírica, descubre que la Neuma no era algo tan descabellado ni fantástico. Llamaría entonces oxígeno a éste elemento. Lamentablemente Lavoisier, quien era un noble de poco renombre, moriría en la guillotina a manos de las hordas de descerebrados revolucionarios. No pudiendo haber terminado su investigación.